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Héctor Abad Faciolince y los imaginarios contra la educación inclusiva



De tanto en tanto, nuestros escritores favoritos nos avergüenzan: emiten algún juicio ligero, una opinión sin fundamentos, un argumento fofo y sin gracia. Otras veces, la vergüenza es mucho más que vergüenza y se da la forma de la decepción, cuando sus opiniones cruzan la línea de la bobada y entran en el terreno de la discriminación. Quisiéramos, en el fondo, que solo hablaran de literatura, pero los escritores, además de escritores, son también ciudadanos, y tienen derecho a opinar de lo que deseen. Aunque no sepan de lo que hablan. Eso es justamente lo que me pasa, desde algún tiempo, con Héctor Abad. Disfruto de El olvido que seremos, de Angosta, de Asuntos de un hidalgo disoluto y de muchos de sus otros libros, pero sufro, con vergüenza, sus columnas. Y la vergüenza se volvió decepción el pasado domingo, 17 de junio, con su opinión dominical en El Espectador.


No me decepcionó que votara en blanco, ni que cuestionara las candidaturas. Cuestión muy suya, muy de sus más íntimos resortes políticos. Lo que me decepcionó, sí, fue uno de los argumentos que utilizó para cuestionar la propuesta educativa de Gustavo Petro. La tesis que sostuvo Faciolince en su columna es que la propuesta de dar educación gratuita para todos los jóvenes era falsa e inviable. Para ello, ofreció dos grandes razones. La primera, razonable y de cuidado, es que no se cuenta con los profesores suficientes para lograrlo. La segunda, insostenible y discriminatoria, es que ni «todos los estudiantes quieren, ni todos están obligados, ni todos tienen las capacidades mentales para ir a la Universidad». Según él, hay “idiotas” ricos y pobres que no tienen por qué ir a la educación superior. Quisiera obviar el reparo lógico que podría hacérsele a su segunda premisa — evidentemente, no se ha planteado que la educación superior sea obligatoria— y detenerme en el error que hay tras la idea de que no todos tienen la capacidad mental para ir a la Universidad, pues no es más que la reproducción de uno de los imaginarios sociales negativos que impiden que miles de personas con discapacidad disfruten plenamente de sus derechos humanos.


Hace algunos años, Colombia firmó y ratificó la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), que le impone una serie de obligaciones al Estado para garantizar los derechos humanos de este grupo poblacional. Uno de los más importantes es, por supuesto, el derecho a la educación. Según este instrumento jurídico —y según las observaciones que ha emitido el Comité de la ONU que lo monitorea— los Estados están obligados a garantizar una educación inclusiva. ¿Y qué quiere decir que la educación sea inclusiva? Que todas las instituciones educativas tienen que adaptarse para incluir a todas las personas, sin discriminación en razón de sus capacidades o discapacidades. El principio básico es que no hay personas “no educables”. Es decir, todo lo contrario a lo que de manera ligera opina Héctor Abad. Su argumento es que hay personas que no tienen las capacidades mentales para estar en la universidad. La CDPD busca, precisamente, prevenir semejante llamado a la exclusión. El Estado colombiano está obligado a garantizar que su sistema educativo, desde el nivel de preescolar al de doctorado, esté en la capacidad de garantizar el derecho a la educación de todos. Y esa fue, precisamente, una de las recomendaciones que le hizo el Comité de la CDPD a Colombia, tras un proceso de observación sobre nuestras políticas sociales y educativas: que tenemos la obligación de avanzar en la construcción de un sistema educativo inclusivo. Así que no es cierto que haya “idiotas ricos y pobres” que no tienen las capacidades mentales para estar en la Universidad. No. No. No. Lo que tenemos es un sistema educativo incapaz de reconocer las distintas formas de aprender y de percibir y de estar en el mundo, un sistema incapaz de garantizar una educación que responda a la diversidad humana.


Este tipo de opiniones y de imaginarios negativos no tendrían la menor importancia si no hubiera, de fondo, un problema material de discriminación. En Colombia, la cuestión no termina siendo si a la universidad deberían ir o no las personas que no tengan las capacidades para ello. El problema de fondo es que, simple y terriblemente, las personas con discapacidades no están incluidas en el sistema de educación superior. Las personas con discapacidades cognitivas —en términos de Faciolince, las que no tienen “las capacidades mentales” para estar en la Universidad—, psicosociales, sensoriales y motrices están, de hecho, excluidas de las universidades. De acuerdo con el Registro de Localización y Caracterización de Personas con Discapacidad (RLCPD), a datos de 2016, de las personas con discapacidad registradas, solo el 1,7% había terminado estudios de educación superior. Solo el 1,7%.


Así que la tarea de nuestro sistema educativo, incluidas las universidades, es convertirse en espacios donde se reconozca y promueva el respeto por la diversidad y se garantice el derecho a la educación inclusiva. Pensar en un espacio en el que quepamos todos tiene que ser una apuesta que vaya más allá de las coyunturas electorales, y las discusiones sobre el derecho a la educación inclusiva tienen que ir más allá de los discursos repletos de adjetivos. Ni un ideal pequeñoburgués, ni una tontería arribista, ni una falacia populista: construir una Universidad en la que quepamos todos es una obligación política y constitucional.

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