Quienes trabajamos por la inclusión de las personas con discapacidad en la educación, solemos insistir en la importancia de repensar los procesos de formación docente. Y lo hacemos porque estas instancias son estratégicas para deconstruir ese modelo de escuela homogeneizante que desde hace décadas excluye sistemáticamente a distintos grupos de niñas y niños.
Sin embargo, aprender a incluir no es solo cuestión de recibir nuevas herramientas en ámbitos académicos. Hay mucho que los maestros y maestras podemos hacer desde la cotidianidad de las aulas para crear comunidades educativas más igualitarias y justas. Pero para eso, tenemos que animarnos a desandar los caminos conocidos y disputar lo que hasta no hace mucho tiempo parecía situarse en el terreno de lo dogmático. En pocas palabras, para aprender a incluir, inevitablemente hay que desaprender. Ahora bien, ¿qué es lo que necesitamos desaprender?
1. Desaprender la idea de normalidad: los maestros y maestras debemos dejar de pensar que quienes no encajan en ciertos modelos estandarizados de estudiante no pertenecen a la escuela regular.
Históricamente, ha prevalecido en el tejido social la creencia de que existen sujetos “normales” y otros “anormales”, y de que estos últimos tienen que ser reconducidos a la “norma” o sencillamente apartados. Pero esta presunta dicotomía no es más que una construcción cultural, que solo sirvió para generar identidades rotas, individuos inferiorizados y ciudadanías disminuidas. Esta visión se proyectó también en las escuelas, y de ella, a su vez, se derivaron otras clasificaciones opresivas y asfixiantes (como la de “buenos” y “malos” estudiantes), que responden a una concepción mercantilista, competitiva y meritocrática de la educación, obsesionada con el rendimiento pero despreocupada del bienestar.
Para avanzar hacia un sistema educativo justo, primero debemos romper con las jerarquías y las categorizaciones que se establecen entre los “tipos” de cuerpos y mentes, y comprender que cada persona es única y que en esa unicidad está su valor. Existen tantos modos de aprender y de mostrar lo aprendido como individuos, y la tarea del docente es identificarlos para planificar y desarrollar las actividades escolares sin dejar a nadie atrás.
Llegó el momento de asumir que fuimos formados bajo una pedagogía normalizadora, que nos enseñó a esperar que todos y todas lleguen al mismo lugar, en el mismo tiempo y por el mismo camino, haciéndonos privilegiar lo “uniforme” por sobre lo “múltiple”. El desafío es, entonces, problematizar la visión de que la clase es exitosa cuando funciona como un todo homogéneo, y entender que la diversidad propia de toda sociedad tiene que reflejarse en las escuelas y que, cuando eso sucede, los procesos de enseñanza y aprendizaje se ven sustancialmente enriquecidos. Quien pretenda incluir e igualar en la educación sin controvertir la noción de “normalidad” está perdiendo su tiempo.
2. Desaprender la idea de incapacidad: los docentes debemos dejar de ver en los alumnos y alumnas con discapacidad personas “deficitarias” que “no pueden”.
Desde hace más de un siglo venimos siendo socializados en el modelo médico-rehabilitador, que conceptualiza la discapacidad como una patología, como una condición individual que hace que algo “no funcione correctamente”. A lo largo de la historia, este paradigma se arraigó en todas las instituciones, y la escuela no fue la excepción. Así, hoy miles de personas son expulsadas del sistema educativo o segregadas en colegios especiales por ser consideradas “no aptas” para aprender, y cuando un alumno o alumna con discapacidad no alcanza los resultados deseados, esto se atribuye casi automáticamente a su diagnóstico.
En esta nota de blog les contamos 8 ideas para desmedicalizar el salón de clase. Click aquí para leer.
Suele afirmarse con total naturalidad que tal o cual niño o niña “no es para esta escuela”, que “tiene problemas de aprendizaje” o que “nunca llegará al nivel esperado”. No obstante, es bastante más difícil que se diga “tenemos que ser un establecimiento abierto a la diversidad”, “nuestras estrategias están fallando” o “debería haber pensado la clase de otra manera”. Pareciera que el “fracaso” siempre es cosa del estudiante, pero nunca de la práctica docente ni de la cultura institucional.
Hoy sabemos que la discapacidad no es más que un producto de la existencia de sociedades rígidas que fueron pensadas para un solo tipo de persona y excluyeron a todas aquellas que “no supieron ajustarse” a ese modelo hegemónico.
Sabemos también que los diagnósticos no impiden aprender, y que la medicina nada tiene que ver con la educación. Por eso, cuando un alumno o alumna con discapacidad llega a nuestras aulas, la pregunta no debe ser qué diagnóstico tiene y qué es lo que “no puede hacer”, sino qué barreras le imponemos con nuestros modos de actuar, y qué condiciones hay que generar para que progrese.
Al mirar desde esta perspectiva, nuestras intervenciones cambian radicalmente. Si pensamos, por ejemplo, que un estudiante no puede aprender matemática, entonces le quitaremos esa materia del plan de estudios. Si entendemos, por el contrario, que puede aprender matemática pero no de la forma en la que estamos habituados a enseñarla, exploraremos estrategias pedagógicas y didácticas alternativas. Carece de toda lógica esperar que un niño o niña avance en su itinerario escolar frente a un docente con bajas expectativas sobre su potencial. Esto es como una profecía autocumplida: si creemos que no puede, haremos que efectivamente no pueda.
El presente nos encuentra frente a un sistema educativo que rechaza a través de acciones estigmatizantes y de omisiones desubjetivantes, pero luego atribuye las consecuencias de ese rechazo a la individualidad de los propios rechazados. El modelo social y la educación inclusiva nos invitan a dejar atrás estos enfoques inhabilitantes y a comprender que las personas con discapacidad, como todas las demás, pueden aprender si hay maestras y maestros dispuestos a enseñarles.
3. Desaprender la idea de autosuficiencia: los docentes debemos dejar de pensar que tenemos que resolver solos todos los desafíos que se nos presentan.
Nuestros sistemas educativos aún no lograron sustraerse a las lógicas de trabajo individualistas y adultocéntricas imperantes en nuestras comunidades. Así, estamos habituados a ver que profesoras y profesores tienen que decidir en soledad cómo gestionar la enseñanza en sus clases y qué hacer cuando un alumno o alumna está enfrentando dificultades.
Sin embargo, es importante tener presente que la educación inclusiva cuestiona fuertemente esos esquemas de trabajo aislado, porque parte de la premisa de que nadie tiene el saber absoluto y de que el conocimiento sobre las mejores maneras de enseñar se construye colaborativamente, formando equipos en los que participen docentes de diferentes cursos y con diferentes trayectorias, personal directivo y de apoyo, estudiantes, familias, organizaciones de la sociedad civil, etc.
Debemos renunciar a la creencia de que hay saberes incontestables, abrirnos a descubrir distintas perspectivas y aprovechar los recursos que pueden brindarnos otros actores. Por ejemplo, las niñas y niños con discapacidad tienen mucho que decir sobre sus modos de habitar las escuelas, por lo que es fundamental institucionalizar espacios para asegurar su participación. Las experiencias de sus familias, que conviven a diario con aquello a lo que los centros educativos le temen, tampoco pueden ser ignoradas si queremos edificar culturas escolares que hagan de la equidad su objetivo primordial.
Esto no quiere decir que el conocimiento docente pueda ser sustituido, pero sí que fomentar el trabajo en equipo y crear mecanismos participativos que escuchen múltiples voces contribuye a enseñar con más igualdad y calidad. Existen investigaciones que muestran que la cooperación robustece la capacidad de las instituciones educativas para llegar a estudiantes vulnerabilizados y amplía las oportunidades de aprendizaje de todo el alumnado. Como afirma Mel Ainscow, tenemos que hacer circular la experticia y la creatividad que permanece “atrapada” en las aulas y fortalecer la colaboración al interior de las escuelas, entre las escuelas y más allá de las escuelas.
La inclusión no se alcanza con docentes infalibles desde lo técnico. Se alcanza con maestros y maestras que perciben el educar a los niños y niñas con discapacidad como un deber que nace de un derecho, y no como un acto de caridad. Se alcanza con docentes dispuestos a reflexionar críticamente sobre sus prácticas, a enseñar de otras maneras, a aprovechar todo lo que ya saben y a ponerlo al servicio de la inclusión. Se alcanza con maestros y maestras convencidas de que el lugar de las personas con discapacidad está junto a las demás, y de que derivarlas a instituciones diferenciadas implica legitimar una forma de apartheid educativo. Son esas actitudes positivas las que permiten construir entornos escolares en los que todos los estudiantes se sientan respetados, bienvenidos y valorados. Son esos docentes los verdaderos catalizadores de sociedades inclusivas, libres de todo tipo de violencia y discriminación.
Como maestras y maestros, tenemos la responsabilidad de trabajar por una educación que desaprenda el prejuicio y aprenda el valor de la diversidad. Los niños y niñas con discapacidad no pueden seguir esperando que las escuelas decidan educarlos, porque en esa espera se les van las oportunidades, se les va la niñez y se les va la vida.
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