Hace unas semanas estaba en Manizales almorzando en la casa de mi abuela Lía. Estábamos mis tíos, mi papá y yo conversando en la mesa del comedor cuando me dio el afán por preguntarle a mi abuela algo que nunca habíamos hablado. Sentí miedo, como si estuviera cruzando el límite de las preguntas nieta-abuela.
Hablar de la muerte de mi abuela está prohibido. Ella no se puede morir, y hacer la pregunta es casi como matarla. Pero no puedo aguantarme. Yo, al final, nunca he sabido cuándo callarme. Camila, cállate, qué van a pensar.
—¿Abue, tú estás de acuerdo con la eutanasia?—, le pregunté. Ay Dios, se me salió.
La mesa del comedor de la casa de mi abuela ha sido por muchos años el lugar de las disputas los domingos. Por la paz, por la guerra, por el fútbol, por la droga, por Santos, por Uribe, porque sí y porque no. Esta fue una de las pocas veces que todos estábamos en silencio esperando a que alguien dijera algo. Lo que fuera.
Nunca nadie le había preguntado cómo quería morir. Nadie sabía qué pensaba. Cómo no le habíamos preguntado antes, pensé.
Ella, una señora de 95 años, abrió lo ojos y dijo: “No”.
Con su rapidez de siempre, porque Lía está regia y qué dicha una abuela tan lúcida a esa edad, me explicó que Dios decidiría su muerte.
—¿Quién es uno para decidir quién se muere?
Y luego agregó algo así:
—A mí no me vayan a aplicar ninguna inyección, pero si me ven muy mal, quítenme las máquinas.
Cuando mi abuela terminó de hablar, cada uno empezó a dar su opinión y la conversación —que imaginé trágica— terminó siendo una gran revelación.
—Eso es mejor morirse de una: tan, tan y ya—, dijo uno.
—Sí, totalmente, uno no debería ser una carga para la familia—, dijo el otro.
—Qué tal uno acostado sin poder decidir—, dije yo.
Sí, sí, sí. Ese día todos (menos mi abuela, claro) llegamos al consenso de que lo mejor era lo que mi familia ha decidido llamar “la inyección”. Es decir, la eutanasia activa. Por fin estuvimos de acuerdo en algo. ¡Por fin!
Cuando me fui les dije que tenía un documento que cada quien podía firmar y que había que autenticar para que en un futuro la familia pudiera probar que la persona sí quería acceder a la eutanasia activa.
—Cuando vuelvas a Manizales me traes uno—, me dijo mi tío. Claro que sí, tío. Fotocopias para ti y tu esposa y tus hijos y tus hermanos y tu mamá. Misión cumplida.
Desde hace un año he estado estudiando el tema de la muerte digna y uno de los retos que se presenta en Colombia es el desconocimiento frente a este derecho. Qué es eso y cómo así y en Colombia eso es legal y qué hago y a quién le digo y dónde firmo y si el médico no quiere y si me arrepiento y si me dicen que no y si estoy en coma y si no soy mayor de edad y si yo solo quiero que no me hagan nada.
La mesa del comedor es un buen espacio para comenzar a plantear qué queremos para el fin de la vida. No es lo mismo conversarlo en un ambiente académico o laboral que asumir la responsabilidad de plantearlo frente a las personas que nos importan. No es lo mismo ayudarle a morir a un desconocido que ayudarle a morir a los que amamos. Al fin y al cabo, la conversación debe darse no para que todos decidamos lo mismo, sino para decidir algo. Sin importar lo que sea.
Para poder ejercer el derecho a la muerte digna hay que padecer una enfermedad terminal que cause dolores insoportables y dar el consentimiento claro e inequívoco. Una manera de expresar ese consentimiento de manera previa es por medio de un Documento de Voluntad Anticipada. Hay que tener en cuenta que existen tres maneras de acceder a la muerte digna: los cuidados paliativos, la eutanasia pasiva y la eutanasia activa. Los cuidados paliativos —que todos los pacientes en principio deberían recibir— son los cuidados para reducir el dolor y ayudarle al paciente y su familia en el duelo; la eutanasia pasiva es cuando se retiran las ayudas para prolongar la vida (lo que mi abuela llama “quitar las máquinas”); y la eutanasia activa es la acción por parte de un médico para ayudar a morir (“la inyección”, según mi familia).
Esta información no la sabemos y tampoco la preguntamos —principalmente— porque vemos la muerte como un evento lejano y no sabemos cómo abordarlo.
Las personas jóvenes y sanas creemos que la muerte no es con nosotros. Es un evento que no consideramos probable. “Baby, falta muchooooo para eso, qué pendejada”. Terminamos argumentando otras cosas para lavarnos las manos. “Tú vive el día a día y que sea lo que Dios quiera”. La muerte es una tragedia porque, además, presenta más preguntas de las que estamos en capacidad de responder. Es algo negativo, oscuro. Nos da miedo morir, claro. Pero sobre todo cómo vamos a morir. “Entonces mejor para después y no seas bobita, no pienses en eso”.
Luego, cuando alguien por fin pone el tema de conversación, otro responde: “Qué pereza hablar de la muerte, mejor cuéntame qué vas a hacer el fin de semana”. No sabemos cómo presentarlo porque el que hable de la muerte indispone, incomoda. Mejor hablemos de sexo o de guerra o de política o de cualquier cosa pero no de la muerte. Todo esto resulta bastante paradójico aquí en Colombia porque nos seguimos matando entre todos y hace una semana mataron a tres periodistas, seis líderes sociales y ocho policías, pero shhh, no hables de la muerte. Lo “común” es hablar de otras muertes pero no de la nuestra.
Hace dos días firmé un Documento de Voluntad Anticipada para acceder a la eutanasia activa porque ya va siendo hora de asumir la muerte como un evento más de la vida del que podemos participar. No es necesario tener cierta edad o enfermedad para cuestionarnos sobre cómo queremos morir y hablarlo en la mesa del comedor con los que amamos. Y así como planeamos nuestro futuro y pagamos la seguridad social para pensionarnos, deberíamos planear también el fin de la vida. La invitación es a que no esperemos a que sea muy tarde para tener esa conversación.
Texto publicado originalmente en 070
https://cerosetenta.uniandes.edu.co/abue-tu-estas-de-acuerdo-con-la-eutanasia/
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